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Una vida en la mirada: la visión de Soledad Burgaleta sobre la memoria y los invisibles

Una vida en la mirada: la visión de Soledad Burgaleta sobre la memoria y los invisibles

Hay historias que se deslizan como hilos de seda a través del tiempo y las lágrimas; relatos que no se escriben en papel, sino en el lienzo, en la piel de un rostro olvidado, en los ojos que han atravesado décadas de existencia. La trayectoria artística de Soledad Burgaleta pertenece a esta dimensión: una odisea humana y creativa que nace de una fractura, de un dolor tan devastador como transformador. No es una frase hecha cuando ella misma afirma que “no fue ella quien encontró la pintura, sino la pintura quien la encontró a ella”. Detrás de esas palabras late la verdad de un encuentro salvador, de una vocación que dormía bajo las cenizas de la vida cotidiana y que un hecho traumático —la repentina muerte de su esposo en 2013— despertó con una silenciosa pero arrolladora intensidad. Ya lo habíamos contado en un artículo dedicado exclusivamente a Soledad. Hoy, nos centramos en una serie concreta, quizás la más representativa del alma —artística y humana— de Soledad.

Una vida en la mirada: el proyecto emblemático de Soledad Burgaleta

El proyecto “Una vida en la mirada” representa quizás la expresión más auténtica y acabada de este camino: una galería de rostros ancianos, a menudo olvidados por la sociedad, que Soledad retrata con una sensibilidad extraordinaria sobre páginas de libros antiguos. Una elección que no es meramente técnica, sino profundamente simbólica. Las arrugas de esos rostros se superponen a las palabras impresas, generando una doble narrativa, un palimpsesto existencial donde la experiencia vivida dialoga con la literatura, donde la dureza del envejecimiento se enfrenta al romanticismo idealizado de las novelas de principios del siglo XX.

En una época devorada por la inmediatez, la superficialidad de la mirada y la indiferencia hacia lo que no es joven, bello o productivo, esta serie de retratos realiza un gesto revolucionario: se detiene, contempla y entra en relación. Es un arte que no se conforma con representar: quiere conocer. Establece un vínculo profundo con sus protagonistas. Antes de pintar, Soledad fotografía, conversa, escucha, absorbe historias. Solo después de ese ritual de acercamiento humano, el lápiz comienza a moverse sobre la superficie del libro, devolviendo visibilidad a quienes la sociedad ha vuelto invisibles. El origen de Una vida en la mirada está en realidad en un proceso fotográfico. “Cuando terminé mi curso de fotografía”, recuerda Soledad, “la directora dijo: ‘Ahora cada uno debe decidir qué quiere fotografiar’. Y yo lo tuve claro: quería hacer visibles a los invisibles, a los ancianos que pedían limosna o vendían sus trabajos artesanales en la calle”. Su objetivo era captar primeros planos, devolver nombre y dignidad a quienes habían sido empujados al margen. Pero fue con la pintura —redescubierta a los 39 años tras la pérdida de su esposo— que este proyecto encontró su forma más personal y completa.

La decisión de Soledad

La decisión de pintar sobre páginas de novelas románticas antiguas no es casual ni meramente estética. Es una declaración de intenciones. Esas hojas amarillentas, con sus historias ideales de amores eternos y felicidades absolutas, funcionan como contrapunto irónico y doliente a la realidad muchas veces dura de los rostros retratados. “Decidí pintarlos sobre novelas rosas de principios del siglo XX que expresaban perfectamente el contraste entre ese romanticismo idealizado, donde todo era perfecto y el amor duraba para siempre, y la vida real, que muchas veces es dura y triste”, explica la artista. Es un diálogo entre idealización literaria y crudeza existencial, entre sueño romántico y resistencia cotidiana. La técnica de Soledad es meticulosa, cargada de empatía y calidez humana. Cada trazo parece seguir con respeto la geografía emocional de los rostros, acumulada a lo largo de décadas. Los colores, cálidos y terrosos en su mayoría, evocan tanto la fragilidad de la carne como la fortaleza del espíritu. El hiperrealismo de sus retratos nunca es frío ni distante: bajo la aparente objetividad de la imagen, late una profunda subjetividad, una implicación emocional que transforma cada retrato en testimonio.

Los invisibles que renacen en el papel envejecido de la literatura

Al observar detenidamente los rostros de la serie, lo que más impacta es la centralidad de la mirada. Los ojos son el núcleo expresivo de cada obra, el punto donde converge toda la energía del dibujo. Una vida en la mirada no es un título elegido al azar: en esas miradas se condensa verdaderamente toda una vida, con sus dolores, sus alegrías, sus luchas, sus pequeños momentos de felicidad. Son ojos que han visto cambiar el mundo, que han vivido transformaciones sociales y personales, que han llorado y reído, que han buscado —y tal vez encontrado— el amor. La fuerza de estos retratos reside precisamente en su capacidad para convertir la invisibilidad en presencia. Como escribe la propia Soledad: “Son personas con historias increíbles, que están en el final de sus días y necesitan salir a pedir o vender algo porque, si no, simplemente no comen.” La pintura se convierte así en un acto político en el sentido más noble del término: un medio para devolver dignidad y protagonismo a quienes han sido marginados, ignorados, olvidados. Cada retrato es un pequeño acto de justicia visual, un intento de reequilibrar nuestra mirada colectiva, demasiadas veces enfocada en lo nuevo, lo joven, lo rentable.

El componente ético del proyecto también se refleja en la decisión de no vender los originales. Soledad quiere que estos retratos “den la vuelta al mundo, como embajadores silenciosos de un mensaje de dignidad y compasión”. Lo que se comercializa son réplicas numeradas, con una cláusula significativa: el 40% de los ingresos se destina directamente a las personas retratadas. Así, el arte no solo representa la marginalidad, sino que actúa sobre ella, generando un círculo virtuoso entre estética y compromiso social.

El libro como espacio simbólico

La elección del soporte —páginas de libros antiguos— añade otras capas interpretativas. El libro es símbolo de cultura, de conocimiento, de transmisión entre generaciones. Usarlo como lienzo significa insertar esos rostros olvidados dentro de un continuo cultural, reconocerles un lugar en la narrativa colectiva. Las palabras impresas no se borran, sino que se integran en la obra, generando una superposición de lenguajes: el visual de la pintura y el verbal de la literatura.

Esa estratificación de sentidos refleja la complejidad de la propuesta artística de Soledad. Sus retratos no son simples imágenes, sino palimpsestos de existencia, donde el tiempo de la novela —con su relato idealizado— dialoga con el tiempo vivido —con sus arrugas, sus cicatrices, sus huellas. El libro se convierte así en metáfora de la memoria, un espacio donde se depositan historias, donde coexisten ficción y realidad, donde la imaginación literaria se encuentra con la concreción de los rostros marcados por la experiencia. La tensión entre el contenido original de las novelas y la cruda realidad de los retratados produce un cortocircuito semántico poderoso, aunque quizás no evidente a una mirada superficial. Esos ancianos, con sus arrugas profundas, sus cabellos blancos, sus miradas intensas, parecen surgir de las páginas como personajes de otro relato, más auténtico y doloroso, que se superpone y a veces contradice la idealización romántica del texto.

Arte como transformación y renacimiento

La trayectoria artística de Soledad Burgaleta está indisolublemente ligada a su experiencia personal. Antes de dedicarse al arte, tenía una sólida carrera académica y profesional: dos licenciaturas, dos másteres, años de actividad empresarial. Una vida aparentemente completa, pero quizás con un vacío expresivo. La pintura, llegada tras el trauma de la pérdida, llenó ese hueco, ofreció un lenguaje a emociones hasta entonces inefables, transformó el dolor en creación. Esta dimensión terapéutica del arte atraviesa toda su obra, pero adquiere una intensidad especial en Una vida en la mirada. Hay algo profundamente reparador en el gesto de hacer visible al invisible, en cuidar —a través del retrato— esos rostros olvidados. Es como si, al reencontrarse consigo misma mediante la pintura, Soledad buscara ofrecer una posibilidad similar de reconocimiento y renacimiento a quienes han sido marginados.

La decisión de centrarse en retratar a personas mayores tampoco es casual. La vejez, en nuestra sociedad contemporánea, es vista con frecuencia como una etapa que debe ocultarse, negarse, combatirse. Los mayores son empujados al margen, silenciados, despojados de voz y de dignidad. Soledad, con su trabajo, emprende una operación cultural a contracorriente: celebra las arrugas, los signos del tiempo, las huellas que la vida ha dejado en el rostro. En esas líneas ve experiencia, no deterioro; plenitud, no decadencia.

Una ética de la mirada en un mundo distraído: Una vida en la mirada como manifiesto contra la indiferencia

En un tiempo marcado por la prisa, la distracción y el hiperconsumo en todos los ámbitos, el arte de Soledad Burgaleta exige una atención distinta. Sus retratos no se pueden “scrollear” sin más: requieren contemplación, tiempo, una inmersión lenta. Esto forma parte esencial de su ética artística. Como ella misma afirma: “Quiero dejar una huella de conciencia social.” Su arte no es decorativo ni complaciente, sino una invitación a mirar lo que normalmente evitamos ver, a relacionarnos con lo que tendemos a excluir de nuestro campo visual. Es un ejercicio de responsabilidad visual, un antídoto contra la deshumanización que muchas veces acompaña a la marginación. La serie Una vida en la mirada se convierte así en un manifiesto contra la indiferencia, una declaración de fe en la capacidad del arte de transformar nuestra percepción de la realidad. No se trata solo de pintar rostros, sino de activar una nueva forma de relación con la alteridad, especialmente con aquella marcada por el tiempo y el sufrimiento, esa que preferimos no ver porque nos recuerda nuestra vulnerabilidad, nuestra finitud.

Las palabras de la artista sobre este punto son esclarecedoras: “Es impresionante ver cómo la gente pasa delante de los invisibles, no porque no existan, sino porque no quieren verlos. Ese es el cambio que me gustaría ver en el mundo.” Su trabajo apunta, por tanto, a una transformación no solo estética, sino ética; a un cambio no solo en la representación visual, sino en nuestra capacidad de relacionarnos con el otro. Los retratos de Una vida en la mirada nos observan intensamente desde las páginas amarillentas que los sostienen. Su mirada nos interpela, nos desafía, nos pide reconocimiento. Son testigos silenciosos de vidas en los márgenes que reclaman dignidad; son memorias vivas de una humanidad muchas veces olvidada, pero no por ello menos rica, menos significativa, menos digna de atención y respeto. El mensaje que estos rostros nos comunican, a través de la mediación artística de Soledad Burgaleta, es simple y poderoso: detrás de cada arruga, detrás de cada mirada, hay una historia única e irrepetible, un universo de experiencias, una vida entera condensada en una mirada. Y mirar de verdad ya es comenzar a transformar —nuestra mirada, nuestro corazón, nuestro mundo.

Puedes seguir a Soledad Burgaleta en Instagram y en su página web: soledadburgaleta.com.

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